miércoles, 15 de enero de 2014

Juan Gelman, la estética del dolor

LA VOZ DEL INTERIOR - miércoles 15 de enero de 2014 - Cultura 


Juan Gelman, la estética del dolor

por Nelson Specchia






En el meridiano de un enero tórrido, y mientras se anuncian nuevas olas de calor, a la tarde del martes de pronto la cruza un hálito helado: ha muerto Juan Gelman. Cuando las voces tutelares de la cultura se callan de golpe, poco importan la previsibilidad o el cumplimiento de los calendarios biológicos: siempre constituyen un golpe sorpresivo en el imaginario social. Un golpe, en el caso de Juan Gelman, de tremendo impacto. Porque todos –sin distinciones aquí de opciones ideológicas o políticas- nos sentimos interpelados por nuestros poetas. Cuestionados y, al mismo tiempo, proyectados en sus palabras y en sus imágenes. Cuando se trata de los grandes entre los poetas, esa identificación y esa proyección también se magnifican. Y Gelman era uno de los más grandes que ha tenido este tiempo.

          Un tamaño que puede mensurarse en cantidad de libros, en cantidad de años, en cantidad de premios. Pero, más allá de todos esos hitos con que se intenta describir la dimensión de una obra, la grandeza de Gelman pasó por la reconciliación que sus versos nos propusieron, entre el horror de la violencia de una época dura y la belleza de la vida compartida. Entre los múltiples hallazgos formales de una poética que nunca abandonó la capacidad de asombro y el tono experimental de los inicios, yo rescato esa capacidad de encontrar la perla en el barro, y de mostrarla en un esplendor tan genuino que no dejara otra alternativa que el goce estético.

          De entre la humillación y la muerte, desde la más absurda violencia ejercida por un poder terrorista, Gelman, el poeta político, era capaz de sacar una rosa fresca. Del oscuro pozo de desgarros, secuestros, violaciones, muertes y desapariciones, era capaz de rescatar un verso que mostrase que lo humano se terminaría por abrir paso, que la belleza permanecería, que el amor siempre será de dura derrota.

          Sus experimentos formales, así como esa permanente búsqueda de sentido, no fueron improvisados ni superficiales. Como a los poetas clásicos, nada de lo humano le fue ajeno. Por eso su poesía es, al mismo tiempo, expresión tan local y tan universal. Durante mucho tiempo esos versos nos seguirán cuestionando y nombrando, sólo nos faltará la amargura esperanzada de su voz ronca mientras los leía.




* Escritor, profesor de Política Internacional (UCC)



viernes, 27 de septiembre de 2013

La Alemana (27 09 13)

La Alemana



por Nelson G. Specchia

Ángela Merkel lo hizo de nuevo: evitando las grandes definiciones ideológicas y programáticas, reunió nuevamente en torno suyo a un variopinto abanico de electores y consiguió un tercer mandato consecutivo al frente del gobierno alemán.
La Alemana no ha sorprendido especialmente, dado los altos índices de popularidad y de aceptación generalizada de sus medidas, pero los porcentajes de votos que ha conseguido sumar –rozando la mayoría absoluta- y la marginación a la que sometió a sus opositores sí constituyen, efectivamente, una sorpresa fuera de programa. Las razones y las proyecciones de esta elección en la “locomotora de Europa” pueden indicar, también, los rumbos que asumirá la crisis económica estructural que se ha instalado en el Viejo Continente.

Una “mamushka” teutona

 Ángela Merkel se asemeja, políticamente, a esas muñecas rusas de madera policromada que caben unas dentro de otras. Hasta su acceso a la Cancillería, y durante el largo medio siglo de la Guerra Fría y de la división bipolar del mundo, su partido –la Christlich-Demo-kratische Union Deutschlands (CDU)- representó una opción clara: la centroderecha de inspiración cristiana y de concepción económica capitalista. Así, con el semillero de políticos y de funcionarios formados en la Konrad Adenauer Stiftung, la CDU fue la opción conservadora frente a la izquierda del Sozialdemokratische Partei Deutschlands (SPD). Desde la posguerra –y hasta la llegada de Merkel- los cancilleres expresaron desde el Ejecutivo esos dos idearios opuestos y complementarios, en un sistema bipartidista muy depurado y previsible, con la tercera opción de los liberales del Freie Demokratische Partei (FDP) equilibrando la balanza y acercándose a uno u otro de los  grandes partidos para las mayorías legislativas necesarias que dan gobernabilidad al sistema.
Así, decimos, hasta Merkel. Porque la canciller demócrata-cristiana rompió ese molde previsible y estandarizado, e implementó una lógica de coyuntura completamente pragmática: en lugar de remitirse a los postulados ideológicos o a los enunciados de los programas de su propio partido, escoge –y corrige- el rumbo del gobierno ante cada elemento emergente.
A veces ese rumbo está más corrido a la izquierda –como en las áreas de defensa de los derechos laborales de los trabajadores alemanes-; a veces más a la derecha –como cuando limita y torpedea las decisiones de la Comisión Europea de Bruselas que irritan a los sectores nacionalistas internos-; y a veces (muchas) hacia el liberalismo económico, especialmente en la defensa del sector bancario y financiero alemán en su relación con los demás socios europeos.
De esta manera, la oposición tradicional del SPD y del FDP sólo ha podido contar con los votos de sus militancias más adeptas y leales, porque los colectivos de electores que circunstancialmente los votaban, se corrieron hacia el apoyo a la “mamushka” Merkel, que hace un poco de todo y a todos contiene. Como resultado, los socialdemócratas del SPD profundizan su hundimiento en la crisis de identidad partidaria que comenzaron cuando Merkel ganó su primera elección en 2005 (entonces por una escueta diferencia de cuatro escaños en el Bundestag), desplazando de la Cancillería a Gerhard Schroder (y, con él, a su carismático vicecanciller, el “Verde” Joschka Fischer).
En cuanto a los liberales del FDP, estas elecciones han supuesto su mayor crisis y la mayor derrota en cuarenta años, y habrá que ver aún si podrán remontar la cuesta para seguir existiendo como alternativa dentro del sistema. Las opciones menores (Los Verdes, La Izquierda, el Partido Pirata, los neo-nacionalistas de Alternativa por Alemania, y las agrupaciones federadas) no son, de momento, un peligro para la mayoría hegemónica que aglutina Merkel, por encima del 40 por ciento del padrón total de votantes.

Una Europa alemana
Más allá de las implicancias internas de la rotunda victoria de Ángela Merkel para el sistema de partidos y de la novedad de tres períodos consecutivos al frente de la Cancillería, las elecciones de esta semana suponen, también, una advertencia sobre el futuro inmediato de la Unión Europea, sumida en una crisis sin antecedentes.
Respecto de Europa, Merkel ha tenido durante sus dos mandatos una actitud dual: discursivamente nadie podría dudar de su “europeísmo”, no ha dejado de ventilarlo en cada oportunidad que tuvo un micrófono delante, desde la mención de que el canciller Konrad Adenauer y el partido CDU estuvieron en los basamentos fundacionales de la organización de integración continental, hasta la tesitura de que a esta crisis se la logrará superar con más Europa, no con menos.
Pero eso, en los discursos. La otra cara de esa moneda dual ha sido menos retórica: Merkel ha encaminado cada una de sus posturas ante la Unión Europea de forma tal de que los bancos alemanes consigan cobrar todos y cada uno de los euros prestados a los países del Sur del continente, precisamente los que ahora se hunden en el barro pútrido de la crisis que se ha llevado consigo el Estado de Bienestar.
Mientras Grecia, España y Portugal –en el tope de la lista- ajustan sus presupuestos con medidas draconianas, expulsando empleados públicos, reduciendo jubilaciones y pensiones, alargando las edades de retiro, suprimiendo subsidios y becas (y hasta cerrando universidades, como las griegas esta semana), Merkel ha logrado que Alemania reduzca su déficit en el año en curso y prevea tener las cuentas equilibradas en el presupuesto de 2015. Y eso, precisamente, por la decisión de la canciller de no perdonar un sólo euro de las deudas de las economías de los países mediterráneos, principales destinos de los créditos financieros del sistema bancario alemán.
Ángela Merkel no se ruboriza por ello, y sostiene que Alemania está sorteando la crisis porque los ajustes que ella le exige a sus socios del Sur ya se hicieron antes al interior de la República Federal. No es un argumento del todo falaz, porque es objetivamente cierto que durante la última administración socialdemócrata de Gerhard Schroder se tomaron medidas de ajuste y reducción del gasto público, pero sólo es una verdad a medias –o una mentira a medias- si no se hace la salvedad que aquellos planes de racionalización económica se implementaron antes de que estallara la crisis.
Hoy, en cambio, todas las economías europeas se contraen peligrosamente: la semana pasada, hasta el rey Guillermo de Holanda declaró inviable la continuidad del Estado de Bienestar en el país nórdico, uno de los más estables y avanzados de todo el continente. La desocupación estructural se acerca a los 30 millones de europeos, pero Ángela Dorotea Merkel (“Angie”, para sus fervorosos partidarios) frunce el seño y repite que “no hay alternativas a la política de austeridad y reformas estructurales, por muy dolorosas que sean”.
Pues, no hay tu tía. Ya queda dicho y el proceso continental puede ir sacando las cuentas de cómo vendrá el futuro bajo el timón de La Alemana: mientras equilibra los presupuestos y mantiene bajos los costos internos de salarios y de financiación, la República Federal seguirá atrayendo capitales de los demás socios europeos, que abandonarán Atenas, Lisboa o Barcelona para instalarse en Frankfurt o Bonn. Estos capitales, relocalizados y protegidos desde Berlín, pueden a su vez adquirir –y a precios de oferta y liquidación- las empresas en riesgo en las economías más comprometidas. A mediano plazo, esta tendencia agravará la brecha entre la Europa central, equilibrada e industrial, y la Europa mediterránea, pobre y quebrada.


Twitter: @nspecchia




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lunes, 23 de septiembre de 2013

Primavera congelada (23 09 13)

Columna Periscopio – HOY DÍA CÓRDOBA – Suplemento Especial 16 años – 2013   



Primavera congelada

por Nelson Gustavo Specchia
  
El sectarismo, el intento autoritario del islamismo político desde el ejercicio del poder, y la reacción militar han enfriado el mayor intento renovador de las sociedades árabes.







La feroz represión desatada por el ejército egipcio contra los partidarios del depuesto presidente islamista Mohammed Mursi ha constituido el mayor frenazo a los procesos de cambio en los países del Norte de África, en los cuales se alumbró la “primavera árabe” hace un par de años.
El movimiento social regional había tenido orígenes muy humildes y alcanzó proporciones gigantescas: comenzó con el testimonio de rebeldía individual de un frustrado ingeniero tunecino, Mohammed Bouazizi (y su suicidio, a lo bonzo, frente a la estupidez policial, que le había desmantelado el carrito de frutas y verduras con que intentaba paliar su imposibilidad de inserción en el depreciado mercado laboral), y generó una onda expansiva que alcanzó los extremos de esa larga franja de tierra que se extiende por el borde meridional del mar Mediterráneo, desde Marruecos a Egipto.
Los procesos de cambios que alumbró la “primavera árabe” recibieron, en general, el beneplácito de los sectores progresistas de Occidente, y –un poco menos y a una velocidad más ralentizada- también de los gobiernos europeos y norteamericano. El principal fundamento de este entusiasmo optimista es que el proceso nacido en Túnez venía, por primera vez desde el inmovilismo de la Guerra Fría, a alterar un statu quo básicamente injusto –por la exclusión sistemática de las mayorías populares del juego político- y tiránico –por la validación internacional de los regímenes autocráticos que se impusieron en toda la región-. La justificación recurrente del mantenimiento de ese statu quo fue que la alternativa era aún peor: el avance del fanatismo islamista.

El consenso de Alá

Sin embargo, procesos como el ensayado por el islamismo moderado del gobierno turco de Recep Tayyip Erdogan y Abdallah Gull, parecían mostrar un camino alternativo al de la reimplantación de un califato teocrático. Democracia e Islam, mostraban desde Turquía, no son necesariamente proyectos antitéticos.
Esta intuición, sumada a las décadas de hartazgo social por unas condiciones de vida cada vez más desvaloradas y una concentración bochornosa de la riqueza en las pocas manos de las élites, habilitó el proceso de reformas hacia finales del año 2011, en un movimiento tectónico que no parecía limitarse al Magreb (Marruecos, Túnez, Argelia, Libia y Egipto), sino que se proyectaba aún más allá, al Oriente Medio y a la costa oriental del Mediterráneo; una hipótesis que cobró fuerza cuando estallaron las revueltas en Siria. Así lo reflejamos en nuestra crónica para el suplemento con que HOY DÍA CÓRDOBA festejó su 15º aniversario; escribíamos en este mismo lugar hace un año: “La ‘primavera árabe’ ha abierto los titulares a todo un sector internacional que habitualmente no pasaba de las páginas interiores. El derrocamiento popular de la tiranía tunecina de Zine el Abidine ben Ali, la estrepitosa caída del “rais” egipcio Hosni Mubarak –y la actual transición desde el poder militar hacia el del islamismo democrático-; la participación de la OTAN en el derrocamiento de Muhammar el Khaddafi y el inicio de la transición democrática en Libia, constituyen, junto a la sangrienta guerra y represión del régimen sirio del clan familiar de los Al Assad, los principales protagonistas de este nuevo capítulo de la política mundial. Al mismo tiempo, el statu quo forzado sobre los países árabes aliados de Occidente (y proveedores de la cuota mayoritaria del petróleo que éste utiliza), los dejan de momento fuera de los aires de esa primavera renovadora, a pesar de que las monarquías familiares que los gobiernan tienen los mismos vicios y causan estragos sociales similares que los regímenes que han caído en desgracia.” 

Enfriar las arenas

            Sin embargo, estas expectativas de apertura y democratización se han revelado, a muy poco andar, demasiados optimistas. Como era previsible, apenas se abrió una rendija para que la voluntad mayoritaria pudiera expresarse, los colectivos sociales que secularmente habían estado sumergidos y contenidos por las administraciones elitistas y autocráticas emergieron a la superficie, y sus representantes accedieron a la titularidad de los nuevos gobiernos que se formaron. Y estos gobiernos –como los colectivos mayoritarios que los votaron- fueron de corte islamista. Tanto el gobierno instalado en Rabat tras la reforma constitucional del rey Mohammed VI de Marruecos, como el partido Ennahda instalado en Túnez, como los Hermanos Musulmanes en Egipto, son, todas, fuerzas confesionales.
            Pero una cosa es ganar unas elecciones –especialmente cuando se han pasado tantas décadas en los márgenes de la política, agazapados esperando su oportunidad- y otra cosa, muy otra, es el ejercicio controlado del gobierno. Los islamistas tenían frente a ellos dos alternativas básicas: la primera era optar por una administración “a la turca”, privilegiando las relaciones con Europa y Occidente, y avanzando gradualmente en la confección de un modelo propio de democracia con respeto por las prácticas culturales y la moral musulmana. La segunda era acelerar el proceso y buscar recuperar las décadas perdidas mediante una islamización acelerada (especialmente mediante la aplicación de la “sharia”, la ley islámica, en la legislación civil).
            Túnez y Marruecos, de momento, parecen inclinarse a un desarrollo “a la turca”; también, a su manera y con condiciones menos favorables tras la guerra civil, también en la Libia post-Muhammar el Khaddafy. Pero estos son, aunque importantes, países menores del Magreb: la potencia regional es Egipto. Por lo tanto, lo que hiciera Egipto marcaría la tónica general. Y los Hermanos Musulmanes egipcios eligieron apretar el acelerador y aprovechar la coyuntura para reinstalar un califato en las ardientes orillas del Nilo.

Estrategias cainitas

            La reacción, lamentablemente, no se ha hecho esperar. Los militares habían cedido porciones de poder. Sin esa decisión interna de los cuarteles, el derrocamiento del general Hosni Mubarak no hubiera sido posible, por más millares de militantes que se concentraran, día tras día, en la cairota plaza de Tahrir. Habían cedido porciones, pero no todo el poder. Y ese fue un enorme error de cálculo de los Hermanos Musulmanes.
            El golpe de Estado del general Abdel Fatah al Sisi ha hundido al gran país africano en un baño de sangre (los cadáveres se apilan por cientos en las mezquitas de El Cairo); ha encarcelado “sine die” al ex presidente Mursi (en su lugar, liberó al antiguo “rais” Hosni Mubarak de la prisión); asesinó al hijo del líder supremo de los Hermanos Musulmanes, Mohammed Badie; y en estos momentos parecen evaluar la idea de avanzar en un plan de exterminio e ilegalización de toda la organización islamista, que tendría efectos sociales devastadores.
            El profesor Haizam Amirah Fernández, colega experto en Mediterráneo y Mundo Árabe en el español Real Instituto Elcano, sostiene que los peores pronósticos se están cumpliendo en Egipto: la polarización de la sociedad y una nueva represión (más extendida y más profunda, agrego yo) a las grandes mayorías sociales, como la que se dio en la segunda mitad del siglo XX.
            Los militares, como clase, no han tolerado que los barbudos islamistas intentaran arrebatarles de un solo golpe el complejo de industrias productivas y de servicios que acumularon durante las largas décadas de dominio del gobierno. Y esta motivación económica encontró también aliados en los sectores civiles urbanos egipcios, que veían con alarma la deriva religiosa del gobierno de Mursi y los intentos de reemplazar la legislación laica por los preceptos de la “sharia” (que son profundamente conservadores, además de teocráticos).
            El resultado, por estos días, es una espiral de odio, exclusión, cinismo y muerte, que deja a la gran potencia del Norte de África a las puertas de una guerra civil. “La sinrazón colectiva y la deshumanización del enemigo parecen ser los únicos puntos en común entre los bandos que están llevando a Egipto a la fractura social, a la inestabilidad política y a la ruina económica.”
            Además, los resultados de esta fractura en la potencia regional se harán sentir en todo Medio Oriente, y terminará dando alas al radicalismo sunnita de Al Qaeda. Las ejecuciones masivas en nombre de la lucha contra el “terrorismo” fomentan una nueva generación de “mártires” deseosos de ir a entregar la vida en la lucha contra los infieles, la “yihad” tan promocionada por los propios Hermanos Musulmanes: la profecía  autocumplida.

Los de afuera y el palo

            Mirar la crisis de la “primavera árabe” desde afuera, como eventos remotos que suceden en la otra orilla del mundo y que no nos implican directamente, es un actitud política irresponsable y, más temprano que tarde, suicida. Las tecnologías de la información y las comunicaciones, especialmente la importancia creciente de las redes sociales, han relativizado los “problemas nacionales”, para transformarlos, en un número significativo de casos, en “problemas globales”. Las maneras en que se encauce la resolución de la crisis en Egipto repercutirá casi de inmediato en todo el Magreb y en Medio Oriente, especialmente en Siria e Israel. Pero no acabará allí: toda la costa Norte del Mediterraneo, la costa europea, también sentirá el temblor. Y tampoco acabará allí.
            La Administración Obama sigue perdida respecto de qué hacer con respecto a la región, y la Unión Europea flirtea entre la intervención activa o la mera condena diplomática en comunicados y declaraciones. Ambos obvian el hecho de que los de afuera ya no son de palo, básicamente porque ya no hay “afuera”: todos estamos, mal que nos pese, “adentro”. Y tanto los militares golpistas como los barbudos fanáticos de Egipto están jugando con la estabilidad de ese único espacio que es el sistema-mundo.




Twitter: @nspecchia

miércoles, 7 de agosto de 2013

LA UNIÓN EUROPEA: ¿UN MODELO PARA LA INTEGRACIÓN LATINOAMERICANA?

Nelson-Gustavo Specchia [1]


LA UNIÓN EUROPEA: ¿UN MODELO PARA LA INTEGRACIÓN LATINOAMERICANA? [2]









Me han solicitado que haga foco en esta conversación, en la perspectiva local, en una mirada argentina del proceso europeo. Y como, además, me ha tocado a mí cerrar este mes de reuniones, intentaré mostrar una visión integradora del “tema europeo”; recordando también que las características de esta disertación intentarán organizarse con una estructura pedagógica, por ello, dejamos explícitamente de lado algunas profundizaciones teóricas o de investigación, para ser expuestas en otros ámbitos.

La atracción del modelo

Comencemos problematizando la cuestión. La propuesta de la convocatoria a esta serie de reuniones[3] hacía referencia a que el proceso de integración europeo, sus constantes revisiones, experimentaciones, ajustes de rumbo, aciertos metodológicos, e impactos en la transformación de un orden global, era dable de ser observado y analizado ya que “ello puede convertirse en una experiencia trasladable, o parangonable, con el MERCOSUR y otras experiencias regionales, internacionales, o de intraregión en curso.”[4] Comencemos cuestionando la relevancia de nuestro tema: ¿Esto es realmente así? ¿Juzgan las dirigencias latinoamericanas que la experiencia del proceso europeo puede tener elementos para integrar un planteo de vinculación regional en nuestras latitudes? La pregunta no es ociosa, ni retórica: de su consideración podremos percibir si el tópico de la integración europea es un tema de interés académico exclusivamente, o si, por el contrario, la mirada académica está dirigida hacia un campo de acción priorizado por los actores políticos.

En este sentido, en la última reunión de Cancilleres de la Cumbre Iberoamericana, llevada a cabo el pasado mes de mayo de 2005, se presentó un estudio de opinión pública, focalizado en líderes políticos, económicos y sociales de los países iberoamericanos (España, Portugal, y dieciséis países de América del Sur), llevado a cabo por el confiable Consorcio Iberoamericano de Investigaciones de Mercados y Asesoramiento – CIMA, sobre algo más de ocho mil casos. Uno de los capítulos más interesantes del estudio es el que analiza las percepciones de los formadores de opinión y decisores, respecto de los actores internacionales. De entre ellos, quien tiene una de las mejores imágenes[5] en toda la región, con un 54% de valoración positiva, es, precisamente, la Unión Europea (UE). No es, para nada, un dato menor, que adquiere aún mayor relevancia si se considera que el estudio fue realizado en una coyuntura muy crítica, cuando este actor internacional atraviesa una de las crisis más profundas de su medio siglo de historia, con los rechazos al Tratado constitucional en los plebiscitos de Francia y Holanda, el fracaso de la última Cumbre de Bruselas, la indefinición presupuestaria, el no resuelto tema de los subsidios agrícolas, e –inclusive- los intentos de replanteo desde el interior del propio modelo europeo. A pesar de este momento histórico, la UE es el referente internacional más importante para la Argentina después del MERCOSUR, con unos porcentajes muy similares a la percepción en las élites brasileras. En ambos casos la percepción de la UE está alrededor del 30%, y la del MERCOSUR alrededor del 50%. En Uruguay y Paraguay, los otros socios subregionales, es aún mayor; y en Chile, el país de América del Sur con más acuerdos de comercio, la imagen positiva de la UE ronda el 70%.

Paralelamente, y en direcciones opuestas, otro elemento que sobresale de este estudio es la valoración de imagen que tienen, para los países de la región, los Estados Unidos de América: aunque los países de América latina se encuentran en la esfera de influencia geográfica, económica, política y militar de los EE.UU., la potencia hegemónica tiene una muy baja valoración política en toda la región, (llegando a la peor imagen –un piso de alrededor del 10%- precisamente en la Argentina).[6]

Esta valoración de la UE como actor internacional por parte de una porción significativa de las élites políticas y económicas latinoamericanas, dan un marco adecuado para potenciar nuestra atención académica –creo- en el estudio de las características que han ido conformando el proceso europeo: queda claro que, en estos momentos, es el modelo que inspira una porción considerable de la acción internacional en nuestra región.

¿Cuáles son las razones para que ese modelo europeo tenga en la opinión política una preeminencia tan marcada, especialmente en perspectiva comparada con la que despierta la administración norteamericana?

Paul Valéry decía que los tres pilares que sostienen el modelo europeo son su mejor producto de exportación: el cuerpo conceptual de la filosofía griega, la regulación social del derecho romano, y la religión de Israel. Coincidiendo en esta tríada, Carlos Schickendantz nos recordaba hace poco que Johann Metz califica de “dote bíblica” al espíritu europeo ese aporte judeo-cristiano: la “compasión que busca justicia”[7], junto a las “dotes” griega y romana. Y es esta tríada de valores y de cosmovisiones la que tracciona la modernidad europea, y la lleva a configurarse en el centro de occidente a partir del siglo XVI. Europa ha sido, para la civilización occidental, el espacio político en que las personas han sido libres, desarrollando sus capacidades como sujetos únicos y hacedores de su propia historia: este es, a mi criterio, el “núcleo duro” del legado cultural europeo, y una de las razones de mayor peso al momento de convertirse en referente, en modelo.

Claro que, inmediatamente después de dicho esto, hay que decir también que Europa ha exportado, junto con este “núcleo duro” civilizatorio, el egoísmo de intereses nacionalistas, guerras –en el amplio arco en que clasifiquemos a este fenómeno de la convivencia humana-, enfrentamientos, y la lacra del colonialismo, cuyas consecuencias sociales aún afloran de diversas maneras en las realidades cotidianas.

El análisis, por tanto, no puede hacer abstracción del legado cultural sin atender, simultáneamente, a ese otro plato de la balanza. Aunque, metodológicamente, sí debe destacarse que en este decurso de la modernidad, en este camino dialéctico de logros y deudas, Europa ha logrado ser maestra de sí misma, y aprender –a veces muy dolorosamente- de su propia historia. Como lo dice el escritor catalán Lluís Foix, “el éxito lo hemos aprendido del fracaso, para volver a fracasar y seguir intentándolo, para que de cada crisis saliera una nueva oportunidad designada a sufrir un nuevo fracaso. La historia de Europa es la del miedo a no cometer nuevos errores.”[8]

Y aquí creo que se percibe un elemento en esta asimetría entre la valoración positiva de la opinión política hacia Europa y hacia los Estados Unidos: mientras que las últimas administraciones norteamericanas se empeñan en justificar su discurso democratizador global vía el recurso al aumento del gasto militar, Europa aparece decidida a utilizar el “poder blando” –en términos de Joseph Nye- que le da aquella tríada de sus “dotes”  griega, romana, y judeocristiana. Así, su proceso de integración regional y su presencia conjunta en los foros internacionales, demuestran, en este último medio siglo, que Europa ha pasado de ser una “incubadora de guerras mundiales a una correa de trasmisión de la paz y la democracia.”[9]

Nos hemos referido a esta asimetría en la apreciación internacional de los modelos europeo y norteamericano –especialmente desde una mirada latinoamericana-, tomando como herramienta el estudio de opinión del CIMA, pero sólo a efectos didácticos, ya que estos movimientos en las preferencias internacionales son dables de observar en otras perspectivas, e inclusive son tópico de análisis de la ciencia política, y sus ecos ya son factibles de percibir en la ensayística política latinoamericana, como en la propia intelectualidad norteamericana.

Sólo para ejemplificar esta recepción de los cambios de las preferencias de referentes internacionales, citemos dos casos. Respecto de los latinoamericanos, es conocida la opinión del chileno Heraldo Muñoz, en el sentido de que “los Estados Unidos y América latina se han apartado en las recientes décadas”, que fundamenta el análisis de su ensayo, muy simbólicamente titulado “Good-bye, USA”, incluído por Joseph Tulchin y Ralph Espach en el volumen Latin America in the New International System.[10]
Por el lado de los norteamericanos: acaba de aparecer un grueso y pormenorizado volumen, de más de medio millar de páginas, del profesor Jeremy Rifkin, catedrático de la Universidad de Pensilvania, con el sugerente título de El sueño europeo. Cómo la visión europea del futuro está eclipsando el sueño americano. Es este libro, Rifkin trabaja con la hipótesis de que el horizonte mental norteamericano sigue anclado en el progreso material –pivote de su proyecto de modernidad, y elemento principal en su perspectiva de relacionamiento internacional-; mientras que en Europa –y a través de su proceso de integración política- vá tomando cuerpo la centralidad estratégica de los derechos humanos como clave de estructuración, los derechos “de tercera generación”  como “norma indivisible para el avance de la conciencia global y el fomento de una administración sostenible” a nivel trasnacional.[11] Y este núcleo de ideas, dice Rifkin, es cualitativamente más atractivo, en el largo plazo, para la conformación del mundo futuro.  
He aquí, entonces, una de las bases en la atracción internacional del modelo europeo.

El proceso

Sería pertinente, creemos, repasar los hitos más importantes del camino histórico que los pueblos europeos han recorrido en estos últimos años, para armar este modelo político que hoy se ofrece como opción atractiva a la comunidad internacional.

Una voz muy autorizada, como fue la del padre Ismael Quiles, nos da una pauta del ímpetu originario que tuvo el proceso de integración europea en los años 50. Hemos encontrado un pequeño libro, de lectura exquisita, titulado Mi visión de Europa, que este filósofo jesuita –que por entonces era Decano de las Facultades de Filosofía del Salvador, en Buenos Aires- publicó a la vuelta de un viaje académico largo, hacia fines de los años cincuenta, y donde intenta mostrar los rumbos que había comenzado a delinear la política europea en la segunda mitad del siglo XX, luego de las hecatombes de las guerras de la primera mitad, para explicar, como lo dice en el subtítulo del volumen, ¿Adónde va Europa? Este pensador profundo, que unió en sus textos la penetración aguda del filósofo a la comprensión humana y realista del sociólogo, se sorprende por la fuerza de un proyecto continental, que estaba fuera de las expectativas del momento: “comencé a observarlo todo -dice Quiles- este viejo continente me salía al encuentro con una vitalidad y una savia de juventud, que no sospechamos los que vivimos en la joven América.”[12]

¿De dónde surgía esa nueva y sorprendente vitalidad? Propongo que la novedad histórica pasaba por un nuevo consenso en las cúpulas acerca de la metodología de resolución del conflicto: los Tratados de Roma suponen un cambio en la concepción de las condiciones del aseguramiento de la paz en el continente.

El Preámbulo al Tratado de Roma firmado el 25 de marzo de 1957, expresa que el Rey de los Belgas, el Presidente de la República Federal de Alemania, el Presidente de la República Francesa, el Presidente de la República de Italia, la Gran Duquesa de Luxemburgo, y la Reina de los Países Bajos, se deciden a crear la Comunidad Económica Europea, declarando que lo hacen, por una parte, “a fin de asegurar, mediante una acción en común, el progreso económico y social de sus países, eliminar las barreras que dividen Europa”, y, por otra parte, “en defensa de la paz y la libertad, invitando a los otros pueblos de Europa a que participen de este ideal y a que se unan a este esfuerzo.” O sea, pone de manifiesto que el Tratado se firma, sobre todo, con el deseo de evitar que Europa se viese abocada a un nuevo conflicto armado.

Por esas ironías de la historia, uno de los primeros antecedentes de este cuerpo de ideas que se van a plasmar en el Tratado de Roma, había sido aportado diez años atrás por Gran Bretaña, un estado que va a tener una relación singular con la marcha del proceso en toda su extensión, que le valió, inclusive, ser considerado como el “menos europeísta de los países europeos”. Pero fue sir Winston Churchil quién había hablado por primera vez, recién terminada la guerra –en septiembre de 1946- de la necesidad de una “especie de Estados Unidos de Europa”, en una conferencia en la Universidad de Zurich; y también fue él quién impulsó la formación del movimiento “Europa Unida” en 1947, para favorecer y alentar la cooperación intergubernamental.

En todo caso, contextualizando el escenario internacional en una perspectiva mayor, hay que recordar que Europa sumaba por entonces, a los esfuerzos de la posguerra y la reconstrucción, la nueva situación generada por la guerra fría, que en una parte considerable comenzaba a lidiarse en sus propios terrenos: baste pensar, por ejemplo, en el puente aéreo americano para el abastecimiento de Berlín.

En este marco y en este clima es cuando Jean Monnet –el actor político que sin duda ha tenido un rol predominante en la élite que concibió y motorizó el plan de la integración europea- comienza a desarrollar la serie de iniciativas que se conocerían como Declaración Schuman, y que serían las bases que conducirían a la Comunidad Europea. Concretamente, la idea de Jean Monnet era que había que asegurar la paz partiendo de la resolución de un problema económico, más específicamente de materias primas. Y las materias primas claves del poder productivo a mediados de siglo, eran todavía el carbón y el acero. Estas riquezas, que estaban mayormente acumuladas en unas cuencas geográficas –Alsacia y Lorena- cortadas por fronteras artificiales, eran compartidas en forma asimétrica por las dos potencias políticas y militares europeas, Francia y Alemania. Si estos recursos eran la clave de la producción económica, y por ello del poder político, ninguna de las dos potencias se sentía segura si no poseía la propiedad de los yacimientos, o sea, el territorio en su totalidad. Esta rivalidad era la base de la guerra.

Con la letra escrita por Jean Monnet, Robert Schuman, Ministro de Asuntos Exteriores de Francia, propone poner el carbón y el acero bajo el control de una alta autoridad europea. Esta osada apuesta de Francia es bien recibida por Alemania, también por Italia, y por los países del Benelux (el acuerdo aduanero que habían conformado en 1948 Bélgica, Holanda y Luxemburgo). No así por Gran Bretaña, que –a pesar de aquella intuición de Churchil- rechaza la invitación. El objetivo de la invitación es por demás claro: “Mediante la puesta en común de producciones de base y la creación de una nueva alta autoridad, esta propuesta… establecerá las primeras bases concretas de una federación europea indispensable para preservar la paz.” Con este fin, se crea entre los seis países la CECA – Comunidad Europea del Carbón y del Acero. La herramienta es económica, la finalidad es de política internacional: la integración.

El siguiente hito que me parece importante remarcar, porque sigue la misma línea de concepción del modelo, es la constitución de la Euratom. El avance tecnológico –en gran parte traccionado por la carrera armamentista de la guerra fría- supone en pocos años un reemplazo de la centralidad productiva del recurso energético. Así, el carbón y el acero comienzan a ser desplazados por el potencial de la energía atómica para usos económicos productivos, aparejado también con el riesgo estratégico del desarrollo del arma nuclear. Ante estas nuevas características del escenario internacional, el proceso de integración europeo dá un paso más, creando la Comunidad Europea de la Energía Atómica (CEEA – Euratom), al tiempo que se firma el Tratado del Mercado Común (CEE), en 1957.

Quedan entonces así constituídas las tres bases del andamiaje institucional del proceso de integración: CECA – CEEA – CEE. Metodológicamente, y para evitar las misiones análogas (porque se concibe el proceso como uno sólo) se unifican los órganos creados por estos Tratados: el Parlamento, el Tribunal de Justicia, y el Comité Económico y Social. Unos años más tarde, en 1965, quedan también unificados el Consejo y la Comisión, esto es, las funciones ejecutivas del proceso. Y en 1976 se establece la elección de los representantes al Parlamento Europeo por sufragio universal directo de los ciudadanos de los estados miembros.

La conclusión principal que podemos sacar de esta primera parte del proceso, creo, tiene que ver con la motivación y los objetivos de las élites que diseñaron y condujeron el proyecto de integración. Así, es claro observar que las intenciones eran concretamente políticas, aun cuando eran plenamente conscientes de que estos resultados políticos solamente podrían alcanzarse mediante exitosos logros económicos.[13]

El hito siguiente que creo debe comentarse en este derrotero de formación del modelo europeo, es el Acta Única, de 1986. Este año, que, por lo demás, simbólicamente marcó el inicio de una asociación más plural, luego de la incorporación de España y Portugal, con el izamiento por primera vez de la bandera azul con el círculo de estrellas de oro, en el Edificio Berlaymont, sede la Comunidad, en Bruselas.

Según expresa el Preámbulo del Acta Única, este Tratado se firma para “continuar la obra comenzada, y transformar el conjunto de las relaciones entre sus estados en una Unión Europea.” Asimismo, se declara que este actor que se está construyendo se debe sostener, por una parte, en las comunidades ya existentes (esto es, los tres tratados constitutivos iniciales), y por otra, en la “cooperación política europea”, en otras palabras –y esto es lo radicalmente novedoso del Acta Única, a mi criterio- se da inicio a una paulativa homogeneización de las líneas principales de política exterior de cada estado miembro, de manera tal de ir conformando una posición unívoca en los foros y en las negociaciones internacionales; Europa comienza a tener una sóla voz en el mundo, y es una voz que adquiere cada día mayor fuerza, mayor relevancia. Por lo demás, se deja configurado desde aquí el Consejo Europeo de Jefes de Estado y de Gobierno, quienes, con la asistencia de los ministros de Asuntos Exteriores respectivos, y por el Presidente en ejercicio de la Comisión, han de reunirse al menos dos veces al año, en lo que se denomina “Consejo de la Unión” y que toma el nombre de la ciudad donde se efectiviza la cumbre. En ella, además, se dá el recambio de la Presidencia del Consejo, que –en forma rotativa- se alterna cada estado miembro por un semestre. El pasado 1 de julio de 2005, en el Consejo Europeo de Bruselas, asumió la presidencia el premier británico Tony Blair, que la mantendrá hasta el 31 de diciembre próximo.

Y el último hito que me gustaría rescatar en este repaso del proceso de formación, para verlo en una dimensión integrada, de conjunto, es el Tratado de la Unión Europea, también conocido como Tratado de Maastrich, celebrado el 20 de diciembre de 1991 por los Jefes de Estado y de Gobierno de los países miembros, en esta localidad holandesa.

En Maastrich, ya entrando en la última década del siglo XX, el proceso de integración está maduro, y asume los desafíos de esta nueva etapa desde su propio nombre: ya no se habla de comunidad, ni de comunidades, ni se pone el acento en materias primas ni energía, y expresamente se dejan de lado las connotaciones económicas, para asumir la denominación enteramente política de “Unión”. Para ello, el texto del instrumento explicita la pretensión de los miembros de, primero, promover el progreso técnico y social equilibrado y sostenible, especialmente mediante la creación de un espacio sin fronteras interiores, y el fortalecimiento de una unión económica y monetaria que implicaría, llegado el momento, la adopción de una moneda única en todo el continente. Segundo, la afirmación de su identidad en la comunidad internacional de naciones, en particular mediante la formulación y aplicación de una política exterior y de seguridad común, (la “PESC”, cuya responsabilidad ha recaído, en estos últimos años, en Javier Solana). Tercero: esta formulación conjunta de un accionar internacional habría de incluir, en el mediano plazo, la definición de una política de defensa común, que a su vez conduciría a una defensa militar común.

O sea, a partir de Maastrich nos encontramos con una doble dirección: hacia adentro, con la inclusión, en las agendas del proceso de integración, de reformas en la protección de los derechos e intereses de los nacionales de los estados miembros, tendientes a la creación de una ciudadanía de la Unión; hacia fuera: con la construcción de una presencia homogénea y sólida –o sea: “común”- en el concierto internacional.

Dadas las características de esta conferencia, he dejado de lado expresamente la consideración de otros hitos que han sido relevantes en este proceso, y de los que nos hemos ocupado, además, en otros lugares.[14] Por ello no vamos a hacer mención a los discímiles resultados de los plebiscitos sobre la ratificación de Maastrich en diferentes estados europeos (incluyendo algunos negativos, como el de Dinamarca de 1992); a las diferentes fases de la construcción de la “Unión Económica y Monetaria (UEM)”; a las negociaciones para el establecimiento de la “zona euro” (que no incluye la participación del Reino Unido, Suecia, y Dinamarca) que culminan con el Tratado de Amsterdam de 1999; o al Tratado de Niza, de 2001, donde se fijan las condiciones y ritmos para la ampliación de la Unión y la aceptación de nuevos miembros. Tampoco hablaremos en esta oportunidad de algunos de los desafíos pendientes del proceso, como la cuestión de la incorporación de Turquía, que llevaría al proyecto de integración a los confines de Asia.

Nos baste lo reseñado para mostrar dos características que cortan transversalmente la secuencia histórica del proceso. Primera: a pesar de sus marchas y contramarchas, de sus avances zigzagueantes, y de que es claro que la idea que los protagonistas han tenido sobre lo que había de ser la UE no fue siempre coincidente, la integración fue asumida como una “política de estado”, que avanzó a través de todas las administraciones, de cualquier signo, que ocuparon el poder en los estados europeos. Segunda: que el modelo original, que hoy se presenta como atractivo para la valoración de las dirigencias de otras latitudes, fue atractivo, antes que nada, para los propios miembros potenciales de la Unión; y así, la secuencia de ampliaciones de este medio siglo, muestra una constante intención política de inserción en el proceso de integración.

Por ello, aquella “Europa de los seis” que nucleó originariamente a Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda, y Luxemburgo, en 1951; incorpora a Dinamarga, Irlanda, y al Reino Unido en 1973; a Grecia en 1981; a España y Portugal en 1986; a la porción de la ex República Democrática Alemana en 1990 –luego de la caída del Muro de Berlín y la reunificación de Alemania-; a Austria, Finlandia, y Suecia, en 1995; y, finalmente, a Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Chequia, Hungría, Eslovaquia, Eslovenia, Malta, y Chipre, en 2004. Aquella “Europa de los seis”, en medio siglo se ha constituído en la “Europa de los 25”, un actor internacional considerable, con una población de 455 millones de habitantes, una superficie de casi 4 millones de kilómetros cuadrados, y un PBI de unos 23.000 U$S anuales per cápita en promedio, en una de las sociedades de capitalismo avanzado más horizontales del mundo.

La organización institucional vista desde el MERCOSUR

Este actor internacional que acabamos de presentar, no ha descuidado, en su arquitectura institucional, ninguna arista. Se ha dado cinco instituciones políticas en el marco del principio del estado de derecho: un Parlamento, con representantes elegidos por sufragio directo; un Consejo, integrado por los gobiernos; una Comisión, como gérmen de un poder ejecutivo; un Tribunal de Justicia; y un Tribunal de Cuentas. Y cinco organismos: el Comité Económico y Social; el Comité de las Regiones (sobre el que se explayó en la sesión de la semana pasada Ismael Crespo); el Defensor del Pueblo; el Banco de Inversiones; y el Banco Central Europeo.

Decíamos al principio que la UE podría ser una experiencia trasladable, o parangonable, con el MERCOSUR. ¿Ha atendido la iniciativa de integración regional sudamericana al ritmo y a la fisonomía institucional europea?

Veamos. La teoría económica ha argumentado suficientemente[15] que los procesos de integración pretenden, en una primera instancia, aumentar los flujos comerciales entre los socios participantes, de manera tal de incrementar los intercambios comerciales entre esos países, aumentando las ganancias de eficiencia derivadas del comercio internacional, principalmente de las ventajas comparativas y de la diversidad en la dotación de recursos. Pero si los bloques regionales justifican su nacimiento en las posibles ganancias económicas derivadas del aumento en las relaciones de intercambio, las motivaciones políticas de fondo emergen a poco de andar el proceso, ya que el mismo supone una coordinación conjunta de ciertas políticas nacionales, según los intereses que deseen compartirse, y el grado de integración que se planifique como el horizonte del proceso.

Pero esta coordinación conjunta de políticas nacionales supone, de algún modo, una sesión de soberanía, una pérdida de soberanía (al menos, de soberanía económica) inmediata. Podríamos proponer que las instituciones a conformar por el proceso de integración serán, en cuanto a su fortaleza y rango jurídico, indirectamente proporcionales a los grados de soberanía que estén dispuestos los socios a ceder.

Así, desde una mirada latinoamericana, vemos que la conformación del MERCOSUR no ha seguido de cerca los movimientos de formación de instituciones de su (supuesto) modelo. Y estas diferencias arrancan desde el origen. La UE ha iniciado, desde el 1 de enero de 1999 la fase de Unión Económica y Monetaria (o sea, la penúltima fase en la serie creciente del proceso de integración, luego de haber pasado por las Areas Preferenciales, la Zona de Libre Comercio, la Unión Aduanera, y el Mercado Común, y como momento previo a la última fase: la Unión Política)[16], mientras que el MERCOSUR es un híbrido imperfecto de Unión Aduanera y Mercado Único (incluso, de vez en cuando, aparecen algunas voces proponiendo el establecimiento de una moneda única) que no ha seguido la gradualidad mencionada, donde cada paso define el camino a seguir una vez conseguidos los objetivos parciales del paso anterior.

Si desmenuzamos las diferencias de las arquitecturas institucionales entre ambos procesos, más allá de que ambos se encuentran en distintas fases de integración, podríamos proponer que estas discrepancias se notan en cuatro órdenes: 1) las diferencias en los orígenes; 2) la diversidad de objetivos entre ambos; 3) la base legislativa de sus instituciones; y 4) la naturaleza de los organos.

Respecto de los orígenes, ya he mostrado, en los párrafos anteriores, cómo el proceso europeo se fue consolidando de una manera evolutiva, motorizado por una fuerte voluntad de integración en las élites políticas. Eso dio una impronta de orden y planificación al proceso, que siguió, de alguna manera, las etapas de integración descritas, obteniendo los objetivos parciales del estadio inmediatamente anterior. El MERCOSUR, por su parte, fue el resultado de un proceso de acercamiento entre Argentina y Brasil, originariamente planteado como un espacio común para las actividades productivas de sus empresas, que tomó la forma del Programa de Integración y Cooperación Económica – PICE de 1985, hasta el Tratado de Integración, Cooperación y Desarrollo, de 1989. Cuatro años. Este último tratado establecía la creación de un mercado común en el plazo de 10 años. Luego, con la incorporación de Uruguay y Paraguay, se firma el Tratado de Asunción, en 1991, para el establecimiento del MERCOSUR a partir del 31 de diciembre de 1994, acortándose el plazo en 5 años. A pesar de estas velocidades aceleradas y corregidas, en ningún caso se plantea que la envergadura de la cooperación fuera más allá del mercado común.

Respecto de los objetivos de cada proceso de integración, ya hemos mostrado, hace algunos momentos, como en Europa, desde los Tratados de Roma en adelante, se sigue una “política de estado” transversar en el tiempo y a todos los miembros, para la consecución de los máximos niveles de unión entre ellos. En cuanto al MERCOSUR, el artículo 1 del Tratado de Asunción es claro: Los Estados Parte deciden constituir un Mercado Común… que implica: la libre circulación de bienes, servicios, y factores productivos… el establecimiento de un arancel externo común… y la coordinación de políticas macroeconómica.”[17]
  
En cuanto al tercer punto de diferenciación entre ambos procesos, el origen legislativo de las instituciones: en Europa se crean, en un primer momento, todas las instituciones. Luego de las adapta, se las reforma, y se fusionan órganos con funciones paralelas, pero desde los años ’50 están las instituciones que hoy forman la UE (Consejo, Comisión, Parlamento, y Tribunal). La sesión de soberanía que ello implicó por parte de los países miembros, dá cuenta del alto grado de voluntad integracionista de las cúpulas dirigentes.
En el MERCOSUR, por su parte, las instituciones se crearon por etapas. Una primera, en la que los órganos creados en el Tratado de Asunción tienen carácter provisional, con vigencia hasta el 31 de diciembre de 1994: el Consejo del Mercado Común, y el Grupo del Mercado Común. Luego, en diciembre de ese año 1991, se crea el Tribunal Arbitral. Recién en Ouro Preto, en 1994, el Consejo y el Grupo del Mercado Común se vuelven estables. Y se crean tres órganos, pero sólo uno con capacidad decisoria: la Comisión de Comercio del Mercosur; los otros dos sólo tienen carácter consultivo: la Comisión Parlamentaria Conjunta, y el Foro Consultivo Económico y Social. El hecho de haber puesto los órganos de manera provisoria, durante un período de transición de casi 4 años, parece indicar una confianza limitada en el proceso de integración por los mismos protagonistas.

Por último, relativo al cuarto punto que hemos marcado en esta perspectiva comparada institucional, respecto de la naturaleza de los órganos, comprobamos que en el MERCOSUR tres de éstos tienen capacidad decisoria: el Consejo, el Grupo, y la Comisión de Comercio; todos los demás son solamente consultivos. Además, tanto los consultivos como los decisores, son de naturaleza intergubernamental.
En la UE, todos los órganos tienen capacidad decisoria, y sólo uno es intergubernamental: el Consejo Europeo. Todos los demás son supranacionales (es decir, comunitarios, que representan los intereses de la Unión Europea por encima de los intereses de cada uno de los países miembros). Aunque esto sea más real en la letra que en el fondo, expresa una voluntad política muy concreta, una apuesta muy firme en la ruta de la integración.

En síntesis, podemos concluir que el proceso de integración sudamericano del MERCOSUR, no sigue muy de cerca al supuesto modelo en el se inspira, y que esta inspiración –al menos en las hechuras institucionales- puede llegar a ser más retórica que sustantiva.

Haciendo una lectura más política, convengamos que el proceso que ponen en marcha en 1985 los presidentes Alfonsín y Sarney, primeros presidentes democráticos de la Argentina y Brasil luego de una oscura noche de dictaduras militares en toda la región latinoamericana, incluyendo estos países que entonces se sentaban a poner las bases de una nueva manera de relacionarse, fue, en su momento, muy promisorio y auspicioso. Baste recordar un solo elemento: el levantamiento de los secretos atómicos y el intercambio de información en ese terreno. En estos días, la prensa informa que los militares brasileños estuvieron a punto de obtener el arma atómica, desoyendo inclusive las órdenes del poder político, que había desactivado el plan. Esto da una idea de la índole de las relaciones entre los vecinos (y de las hipótesis de conflicto), que el inicio de una nueva era de relaciones bilaterales venía a quebrar.

En los momentos iniciales del MERCOSUR, entonces, es factible percibir una fuerte voluntad política que, más allá de la integración comercial, parecía proyectar otros horizontes más sustantivos. Sin embargo, a pesar del brío inicial, el proceso de integración pasa por una etapa de logros intermedios, y luego empieza a declinar en dos terrenos que se muestran frágiles: las coincidencias políticas –ante cuya debilitación las administraciones argentina y brasilera de los años ´90 quitan alicientes a la marcha del proyecto-; y los propios acuerdos comerciales que son la base de toda la estructura de relacionamiento, y que se encuentran empantanados en un juego de lobby de intereses particulares. Esta negociación ab absurdum, que parece pretender un resultado de suma cero, creemos que atenta directamente contra el espíritu de la integración.

Entonces, parece quedar claro que, luego de un primer momento –político-, caracterizado por los acuerdos alcanzados por las administraciones argentina y brasilera, y la proyección que ellos permitían realizar a futuro, hay un cambio de rumbo, y el MERCOSUR comienza a recostarse en su armado y filosofía (en un segundo momento –económico-), en las grandes líneas trazadas en el “Acta de Buenos Aires”, de 1990. De aquí vienen los objetivos centrados en los intercambios comerciales, que implicaron, asimismo, una metodología más lineal y automática, por encima de flexibilidad y el gradualismo planteado originariamente. Metodología que constituye, a nuestro criterio, una de las principales razones del actual “empantanamiento” de las negociaciones.

No es realista –ni es la intención de estas palabras- alimentar la aspiración de igualar la construcción europea en términos de integración, ni trasplantar linealmente el modelo europeo a la realidad latinoamericana. Pero sí creemos que aquel conjunto de ideas, metodologías, y realizaciones, tiene elementos para ser aprehendidos, adaptados, y aplicados en nuestras latitudes.

De entre estos elementos, volvemos a remarcar una vez más el consenso intergeneracional de que la unión debe convertirse en una “política de estado” a nivel regional.

Dicho de otra manera, el “mercosur económico” sólo será posible como el fruto progresivo y gradual de un “mercosur político”, donde la voluntad de las dirigencias logre sobreponerse a una mirada de corto plazo y, de esa manera, con un proyecto asumido como compromiso trans-generacional, impulsar la superación de las deficiencias económicas y las asimetrías estructurales. En definitiva, donde el sueño del conjunto consiga sortear las trampas de los intereses sectoriales y particulares.

Hace exactamente 20 años, los protagonistas del poder de los dos países más importantes del cono sur parecían haber encontrado esa voluntad política, y dieron inicio a un proceso que hoy se encuentra en un aparente callejón sin salida. Es posible que una mirada atenta a las maneras en que el proceso europeo desenredó los nudos de sus crisis, nos den alguna pauta sobre las posibilidades de atrapar la punta de esta madeja enredada en que parecemos estar hoy atrapados.




[1] Politólogo. Profesor de Política Internacional. Coordinador del Centro ExtraMuros – de pensamiento sobre cuestiones de frontera, de la Universidad Católica de Córdoba.
[2] El presente texto se basa, con mínimas correcciones, en la Conferencia de cierre del Seminario Internacional “Integración europea – Aciertos y desafíos en la construcción de una comunidad”, dada en el diario La Voz del Interior, el 31 de agosto de 2005. Se ha mantenido el tono coloquial de la disertación. El autor quiere expresar su agradecimiento al diario La Voz del Interior, que con su apoyo para la organización de la reunión académica muestra el compromiso social de un medio de comunicación indisolublemente imbricado con la realidad cordobesa; y a la Fundación Luso-americana (FLAD), sponsor del evento. Entre las muchas Europas que han ido conformando esta Europa de nuestros días, los países y las sociedades latinoamericanas tienen amigos especiales, con quienes es factible estructurar un diálogo en unos tonos más horizontales. Portugal es sin duda una de estas amistades especiales de los países sudamericanos, y actividades como este Seminario, que reune a la UCC y a la FLAD, son instancias y canales de comunicación y de pensamiento que permiten la continuidad de esa interacción fluída. El reconocimiento del autor, también, a la oportuna iniciativa del profesor Mario Riorda, y a su equipo de trabajo, particularmente a Sofía Conrero y Silvia Fontana.
[3] Precedieron a esta intervención, las conferencias de los profesores Eusebio Mujal-León (USA), Ismael Crespo Martínez (España), y Sonia de Camargo (Brasil).
[4] Programa de convocatoria del Seminario Internacional Integración Europea – Aciertos y desafíos en la construcción de una comunidad. Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, Universidad Católica de Córdoba – Fundação Luso Americana FLAD – La Voz del Interior; Córdoba, junio de 2005.
[5] Solamente superada por la imagen positiva de las Naciones Unidas (ONU), con el 56%.
[6] CIMA – Consorcio Iberoamericano de Investigaciones de Mercados y Asesoramiento, abril-mayo de 2005, 8.249 casos en 18 países. Citado en www.nuevamayoria.com, 14/07/2005.
[7] Schickendantz, Carlos, Una universidad de inspiración cristiana, Centro ExtraMuros, Cuadernos EXTM, Nro. 02, pág. 17. (Córdoba: EDUCC, 2005).
[8] Foix, Lluís, “El modelo europeo”, en La Vanguardia, Barcelona, 05/07/2005.
[9] Ibídem.
[10] Tulchin, Joseph, and Ralph H. Espach, (comps.), Latin America in the New International System, (Boulder: Lynne Rienner, 2001), pág. 89.
[11] Rifkin, Jeremy, El sueño europeo – Cómo la visión europea del futuro está eclipsando el sueño americano. (Barcelona: Paidós, 2004), pág. 347. “el sueño europeo es un faro en un mundo convulso. Su luz nos señala una nueva era de inclusión, de diversidad, de calidad de vida, de solidaridad, de desarrollo sostenible, de derechos humanos universales, de derechos de la naturaleza y de paz en la tierra. Los norteamericanos solíamos decir que vale la pena morir por el sueño americano. El nuevo sueño europeo es un sueño por el que vale la pena vivir.” (pág. 497)
[12] Quiles, Ismael, S.J., Mi visión de Europa (¿Adónde va Europa?), (Buenos Aires, Ediciones Fus, 1956), págs. 10-11.
[13] “Jean Monnet, al vender la idea de la Comunidad del Carbón y del Acero, decía: la propuesta francesa es, en su inspiración, esencialmente política. Tiene, incluso, un aspecto que podríamos denominar moral. Y el eco de estas palabras se hizo sentir al otro lado de la frontera, cuando, al defender el Tratado frente al Bundestag, Adenauer, el 13 de junio de 1950 afirmaba: Quiero declarar expresamente que este proyecto reviste, en primer lugar, una importancia política y no económica.” (Rafael Termes, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de España, en una conferencia en El Escorial, Madrid, el 5 de agosto de 2003, inédita).  
[14] Specchia, Nelson Gustavo, El nuevo regionalismo en la Unión Europea y en América latina, DdT 045-05, Serie Ciencia Política y Relaciones Internacionales, (Córdoba: EDUCC, 2005).
[15] Cf., v.g., Krugman, Paul, y Maurice Obstfeld, Economía Internacional, teoría y política, (Buenos Aires: McGraw-Hill, 1995).
[16] Specchia, Nelson-Gustavo, Los acuerdos entre la Unión Europea y América Latina y la extensión de los proyectos de integración comercial norteamericana, en: Revista de Humanidades del Tecnológico de Monterrey, Nro. 12, págs. 47-75, México, primavera 2002. Pág. 54.
[17] Tratado de Asunción. “Tratado de Asunción del Paraguay para la construcción de un Mercado Común entre la República de Argentina, la República Federativa de Brasil, la República del Paraguay, y la República Oriental del Uruguay, dado el 26 de marzo de 1991”, Artículo Primero.







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