Nelson-Gustavo Specchia
LA UNIÓN EUROPEA: ¿UN MODELO PARA LA INTEGRACIÓN LATINOAMERICANA?
Me han solicitado que haga foco
en esta conversación, en la perspectiva local, en una mirada argentina
del proceso europeo. Y como, además, me ha tocado a mí cerrar este mes de
reuniones, intentaré mostrar una visión integradora del “tema europeo”; recordando también que las características de esta
disertación intentarán organizarse con una estructura pedagógica, por ello,
dejamos explícitamente de lado algunas profundizaciones teóricas o de
investigación, para ser expuestas en otros ámbitos.
La
atracción del modelo
Comencemos problematizando la
cuestión. La propuesta de la convocatoria a esta serie de reuniones
hacía referencia a que el proceso de integración europeo, sus constantes
revisiones, experimentaciones, ajustes de rumbo, aciertos metodológicos, e
impactos en la transformación de un orden global, era dable de ser observado y
analizado ya que “ello puede convertirse en una experiencia trasladable, o
parangonable, con el MERCOSUR y otras experiencias regionales, internacionales,
o de intraregión en curso.”
Comencemos cuestionando la relevancia de nuestro tema: ¿Esto es realmente así?
¿Juzgan las dirigencias latinoamericanas que la experiencia del proceso europeo
puede tener elementos para integrar un planteo de vinculación regional en
nuestras latitudes? La pregunta no es ociosa, ni retórica: de su consideración
podremos percibir si el tópico de la integración europea es un tema de interés
académico exclusivamente, o si, por el contrario, la mirada académica está
dirigida hacia un campo de acción priorizado por los actores políticos.
En este sentido, en la última
reunión de Cancilleres de la Cumbre Iberoamericana, llevada a cabo el pasado
mes de mayo de 2005, se presentó un estudio de opinión pública, focalizado en
líderes políticos, económicos y sociales de los países iberoamericanos (España,
Portugal, y dieciséis países de América del Sur), llevado a cabo por el
confiable Consorcio Iberoamericano de
Investigaciones de Mercados y Asesoramiento – CIMA, sobre algo más de ocho
mil casos. Uno de los capítulos más interesantes del estudio es el que analiza
las percepciones de los formadores de opinión y decisores, respecto de los
actores internacionales. De entre ellos, quien tiene una de las mejores
imágenes
en toda la región, con un 54% de valoración positiva, es, precisamente, la
Unión Europea (UE). No es, para nada, un dato menor, que adquiere aún mayor
relevancia si se considera que el estudio fue realizado en una coyuntura muy
crítica, cuando este actor internacional atraviesa una de las crisis más
profundas de su medio siglo de historia, con los rechazos al Tratado
constitucional en los plebiscitos de Francia y Holanda, el fracaso de la última
Cumbre de Bruselas, la indefinición presupuestaria, el no resuelto tema de los
subsidios agrícolas, e –inclusive- los intentos de replanteo desde el interior
del propio modelo europeo. A pesar de este momento histórico, la UE es el
referente internacional más importante para la Argentina después del MERCOSUR,
con unos porcentajes muy similares a la percepción en las élites brasileras. En
ambos casos la percepción de la UE está alrededor del 30%, y la del MERCOSUR
alrededor del 50%. En Uruguay y Paraguay, los otros socios subregionales, es
aún mayor; y en Chile, el país de América del Sur con más acuerdos de comercio,
la imagen positiva de la UE ronda el 70%.
Paralelamente, y en direcciones
opuestas, otro elemento que sobresale de este estudio es la valoración de
imagen que tienen, para los países de la región, los Estados Unidos de América:
aunque los países de América latina se encuentran en la esfera de influencia
geográfica, económica, política y militar de los EE.UU., la potencia hegemónica
tiene una muy baja valoración política en toda la región, (llegando a la peor
imagen –un piso de alrededor del 10%- precisamente en la Argentina).
Esta valoración de la UE como
actor internacional por parte de una porción significativa de las élites
políticas y económicas latinoamericanas, dan un marco adecuado para potenciar
nuestra atención académica –creo- en el estudio de las características que han
ido conformando el proceso europeo: queda claro que, en estos momentos, es el
modelo que inspira una porción considerable de la acción internacional en
nuestra región.
¿Cuáles son las razones para que
ese modelo europeo tenga en la opinión política una preeminencia tan
marcada, especialmente en perspectiva comparada con la que despierta la
administración norteamericana?
Paul Valéry decía que los tres
pilares que sostienen el modelo europeo son su mejor producto de exportación:
el cuerpo conceptual de la filosofía griega, la regulación social del derecho
romano, y la religión de Israel. Coincidiendo en esta tríada, Carlos
Schickendantz nos recordaba hace poco que Johann Metz califica de “dote
bíblica” al espíritu europeo ese aporte judeo-cristiano: la “compasión que busca justicia”,
junto a las “dotes” griega y romana. Y es esta tríada de valores y de
cosmovisiones la que tracciona la modernidad europea, y la lleva a configurarse
en el centro de occidente a partir del siglo XVI. Europa ha sido, para la
civilización occidental, el espacio político en que las personas han sido
libres, desarrollando sus capacidades como sujetos únicos y hacedores de su
propia historia: este es, a mi criterio, el “núcleo duro” del legado cultural
europeo, y una de las razones de mayor peso al momento de convertirse en
referente, en modelo.
Claro que, inmediatamente después
de dicho esto, hay que decir también que Europa ha exportado, junto con este
“núcleo duro” civilizatorio, el egoísmo de intereses nacionalistas, guerras –en
el amplio arco en que clasifiquemos a este fenómeno de la convivencia humana-,
enfrentamientos, y la lacra del colonialismo, cuyas consecuencias sociales aún
afloran de diversas maneras en las realidades cotidianas.
El análisis, por tanto, no puede
hacer abstracción del legado cultural sin atender, simultáneamente, a ese otro
plato de la balanza. Aunque, metodológicamente, sí debe destacarse que en este
decurso de la modernidad, en este camino dialéctico de logros y deudas, Europa
ha logrado ser maestra de sí misma, y aprender –a veces muy dolorosamente- de
su propia historia. Como lo dice el escritor catalán Lluís Foix, “el éxito lo hemos aprendido del fracaso,
para volver a fracasar y seguir intentándolo, para que de cada crisis saliera
una nueva oportunidad designada a sufrir un nuevo fracaso. La historia de
Europa es la del miedo a no cometer nuevos errores.”
Y aquí creo que se percibe un
elemento en esta asimetría entre la valoración positiva de la opinión política
hacia Europa y hacia los Estados Unidos: mientras que las últimas
administraciones norteamericanas se empeñan en justificar su discurso
democratizador global vía el recurso al aumento del gasto militar, Europa
aparece decidida a utilizar el “poder blando” –en términos de Joseph Nye- que
le da aquella tríada de sus “dotes”
griega, romana, y judeocristiana. Así, su proceso de integración
regional y su presencia conjunta en los foros internacionales, demuestran, en
este último medio siglo, que Europa ha pasado de ser una “incubadora de guerras mundiales a una correa de trasmisión de la paz y
la democracia.”
Nos hemos referido a esta
asimetría en la apreciación internacional de los modelos europeo y
norteamericano –especialmente desde una mirada latinoamericana-, tomando como
herramienta el estudio de opinión del CIMA, pero sólo a efectos didácticos, ya
que estos movimientos en las preferencias internacionales son dables de
observar en otras perspectivas, e inclusive son tópico de análisis de la
ciencia política, y sus ecos ya son factibles de percibir en la ensayística
política latinoamericana, como en la propia intelectualidad norteamericana.
Sólo para ejemplificar esta
recepción de los cambios de las preferencias de referentes internacionales,
citemos dos casos. Respecto de los latinoamericanos, es conocida la opinión del
chileno Heraldo Muñoz, en el sentido de que “los
Estados Unidos y América latina se han apartado en las recientes décadas”,
que fundamenta el análisis de su ensayo, muy simbólicamente titulado “Good-bye, USA”, incluído por Joseph
Tulchin y Ralph Espach en el volumen Latin
America in the New International System.
Por el lado de los norteamericanos:
acaba de aparecer un grueso y pormenorizado volumen, de más de medio millar de
páginas, del profesor Jeremy Rifkin, catedrático de la Universidad de
Pensilvania, con el sugerente título de El
sueño europeo. Cómo la visión europea del futuro está eclipsando el sueño
americano. Es este libro, Rifkin trabaja con la hipótesis de que el
horizonte mental norteamericano sigue anclado en el progreso material –pivote
de su proyecto de modernidad, y elemento principal en su perspectiva de
relacionamiento internacional-; mientras que en Europa –y a través de su
proceso de integración política- vá tomando cuerpo la centralidad estratégica
de los derechos humanos como clave de estructuración, los derechos “de tercera
generación” como “norma indivisible para el avance de la conciencia global y el fomento
de una administración sostenible” a nivel trasnacional.
Y este núcleo de ideas, dice Rifkin, es cualitativamente más atractivo, en el
largo plazo, para la conformación del mundo futuro.
He aquí, entonces, una de las
bases en la atracción internacional del modelo europeo.
El
proceso
Sería pertinente, creemos,
repasar los hitos más importantes del camino histórico que los pueblos europeos
han recorrido en estos últimos años, para armar este modelo político que hoy se
ofrece como opción atractiva a la comunidad internacional.
Una voz muy autorizada, como fue
la del padre Ismael Quiles, nos da una pauta del ímpetu originario que tuvo el
proceso de integración europea en los años 50. Hemos encontrado un pequeño
libro, de lectura exquisita, titulado Mi
visión de Europa, que este filósofo jesuita –que por entonces era Decano de
las Facultades de Filosofía del Salvador, en Buenos Aires- publicó a la vuelta
de un viaje académico largo, hacia fines de los años cincuenta, y donde intenta
mostrar los rumbos que había comenzado a delinear la política europea en la
segunda mitad del siglo XX, luego de las hecatombes de las guerras de la
primera mitad, para explicar, como lo dice en el subtítulo del volumen, ¿Adónde va Europa? Este pensador
profundo, que unió en sus textos la penetración aguda del filósofo a la
comprensión humana y realista del sociólogo, se sorprende por la fuerza de un
proyecto continental, que estaba fuera de las expectativas del momento: “comencé a observarlo todo -dice Quiles-
este viejo continente me salía al
encuentro con una vitalidad y una savia de juventud, que no sospechamos los que
vivimos en la joven América.”
¿De dónde surgía esa nueva y
sorprendente vitalidad? Propongo que la novedad histórica pasaba por un nuevo
consenso en las cúpulas acerca de la metodología de resolución del conflicto:
los Tratados de Roma suponen un cambio en la concepción de las condiciones del
aseguramiento de la paz en el continente.
El Preámbulo al Tratado de Roma
firmado el 25 de marzo de 1957, expresa que el Rey de los Belgas, el Presidente
de la República Federal de Alemania, el Presidente de la República Francesa, el
Presidente de la República de Italia, la Gran Duquesa de Luxemburgo, y la Reina
de los Países Bajos, se deciden a crear la Comunidad Económica Europea,
declarando que lo hacen, por una parte, “a
fin de asegurar, mediante una acción en común, el progreso económico y social
de sus países, eliminar las barreras que dividen Europa”, y, por otra parte,
“en defensa de la paz y la libertad,
invitando a los otros pueblos de Europa a que participen de este ideal y a que
se unan a este esfuerzo.” O sea, pone de manifiesto que el Tratado se
firma, sobre todo, con el deseo de evitar que Europa se viese abocada a un
nuevo conflicto armado.
Por esas ironías de la historia,
uno de los primeros antecedentes de este cuerpo de ideas que se van a plasmar
en el Tratado de Roma, había sido aportado diez años atrás por Gran Bretaña, un
estado que va a tener una relación singular con la marcha del proceso en toda
su extensión, que le valió, inclusive, ser considerado como el “menos
europeísta de los países europeos”. Pero fue sir Winston Churchil quién había
hablado por primera vez, recién terminada la guerra –en septiembre de 1946- de
la necesidad de una “especie de Estados
Unidos de Europa”, en una conferencia en la Universidad de Zurich; y
también fue él quién impulsó la formación del movimiento “Europa Unida” en
1947, para favorecer y alentar la cooperación intergubernamental.
En todo caso, contextualizando el
escenario internacional en una perspectiva mayor, hay que recordar que Europa
sumaba por entonces, a los esfuerzos de la posguerra y la reconstrucción, la
nueva situación generada por la guerra fría, que en una parte considerable
comenzaba a lidiarse en sus propios terrenos: baste pensar, por ejemplo, en el
puente aéreo americano para el abastecimiento de Berlín.
En este marco y en este clima es
cuando Jean Monnet –el actor político que sin duda ha tenido un rol
predominante en la élite que concibió y motorizó el plan de la integración
europea- comienza a desarrollar la serie de iniciativas que se conocerían como Declaración Schuman, y que serían las
bases que conducirían a la Comunidad Europea. Concretamente, la idea de Jean
Monnet era que había que asegurar la paz partiendo de la resolución de un
problema económico, más específicamente de materias primas. Y las materias
primas claves del poder productivo a mediados de siglo, eran todavía el carbón
y el acero. Estas riquezas, que estaban mayormente acumuladas en unas cuencas
geográficas –Alsacia y Lorena- cortadas por fronteras artificiales, eran
compartidas en forma asimétrica por las dos potencias políticas y militares
europeas, Francia y Alemania. Si estos recursos eran la clave de la producción
económica, y por ello del poder político, ninguna de las dos potencias se
sentía segura si no poseía la propiedad de los yacimientos, o sea, el
territorio en su totalidad. Esta rivalidad era la base de la guerra.
Con la letra escrita por Jean
Monnet, Robert Schuman, Ministro de Asuntos Exteriores de Francia, propone
poner el carbón y el acero bajo el control de una alta autoridad europea. Esta
osada apuesta de Francia es bien recibida por Alemania, también por Italia, y por
los países del Benelux (el acuerdo aduanero que habían conformado en 1948
Bélgica, Holanda y Luxemburgo). No así por Gran Bretaña, que –a pesar de
aquella intuición de Churchil- rechaza la invitación. El objetivo de la
invitación es por demás claro: “Mediante
la puesta en común de producciones de base y la creación de una nueva alta
autoridad, esta propuesta… establecerá las primeras bases concretas de una
federación europea indispensable para preservar la paz.” Con este fin, se
crea entre los seis países la CECA – Comunidad Europea del Carbón y del Acero.
La herramienta es económica, la finalidad es de política internacional: la
integración.
El siguiente hito que me parece
importante remarcar, porque sigue la misma línea de concepción del modelo, es
la constitución de la Euratom. El avance tecnológico –en gran parte traccionado
por la carrera armamentista de la guerra fría- supone en pocos años un
reemplazo de la centralidad productiva del recurso energético. Así, el carbón y
el acero comienzan a ser desplazados por el potencial de la energía atómica
para usos económicos productivos, aparejado también con el riesgo estratégico
del desarrollo del arma nuclear. Ante estas nuevas características del
escenario internacional, el proceso de integración europeo dá un paso más,
creando la Comunidad Europea de la Energía Atómica (CEEA – Euratom), al tiempo que se firma el Tratado del Mercado Común
(CEE), en 1957.
Quedan entonces así constituídas
las tres bases del andamiaje institucional del proceso de integración: CECA –
CEEA – CEE. Metodológicamente, y para evitar las misiones análogas (porque se
concibe el proceso como uno sólo) se unifican los órganos creados por estos
Tratados: el Parlamento, el Tribunal de Justicia, y el Comité Económico y
Social. Unos años más tarde, en 1965, quedan también unificados el Consejo y la
Comisión, esto es, las funciones ejecutivas del proceso. Y en 1976 se establece
la elección de los representantes al Parlamento Europeo por sufragio universal
directo de los ciudadanos de los estados miembros.
La conclusión principal que
podemos sacar de esta primera parte del proceso, creo, tiene que ver con la
motivación y los objetivos de las élites que diseñaron y condujeron el proyecto
de integración. Así, es claro observar que las intenciones eran concretamente
políticas, aun cuando eran plenamente conscientes de que estos resultados
políticos solamente podrían alcanzarse mediante exitosos logros económicos.
El hito siguiente que creo debe
comentarse en este derrotero de formación del modelo europeo, es el Acta Única, de 1986. Este año, que, por lo
demás, simbólicamente marcó el inicio de una asociación más plural, luego de la
incorporación de España y Portugal, con el izamiento por primera vez de la
bandera azul con el círculo de estrellas de oro, en el Edificio Berlaymont,
sede la Comunidad, en Bruselas.
Según expresa el Preámbulo del
Acta Única, este Tratado se firma para “continuar
la obra comenzada, y transformar el conjunto de las relaciones entre sus
estados en una Unión Europea.” Asimismo, se declara que este actor que se
está construyendo se debe sostener, por una parte, en las comunidades ya
existentes (esto es, los tres tratados constitutivos iniciales), y por otra, en
la “cooperación política europea”, en
otras palabras –y esto es lo radicalmente novedoso del Acta Única, a mi
criterio- se da inicio a una paulativa homogeneización de las líneas
principales de política exterior de cada estado miembro, de manera tal de ir
conformando una posición unívoca en los foros y en las negociaciones
internacionales; Europa comienza a tener una sóla voz en el mundo, y es una voz
que adquiere cada día mayor fuerza, mayor relevancia. Por lo demás, se deja
configurado desde aquí el Consejo Europeo de Jefes de Estado y de Gobierno,
quienes, con la asistencia de los ministros de Asuntos Exteriores respectivos,
y por el Presidente en ejercicio de la Comisión, han de reunirse al menos dos
veces al año, en lo que se denomina “Consejo de la Unión” y que toma el nombre
de la ciudad donde se efectiviza la cumbre. En ella, además, se dá el recambio
de la Presidencia del Consejo, que –en forma rotativa- se alterna cada estado
miembro por un semestre. El pasado 1 de julio de 2005, en el Consejo Europeo de
Bruselas, asumió la presidencia el premier británico Tony Blair, que la
mantendrá hasta el 31 de diciembre próximo.
Y el último hito que me gustaría
rescatar en este repaso del proceso de formación, para verlo en una dimensión
integrada, de conjunto, es el Tratado de la Unión Europea, también conocido
como Tratado de Maastrich, celebrado el 20 de diciembre de 1991 por los Jefes
de Estado y de Gobierno de los países miembros, en esta localidad holandesa.
En Maastrich, ya entrando en la
última década del siglo XX, el proceso de integración está maduro, y asume los
desafíos de esta nueva etapa desde su propio nombre: ya no se habla de
comunidad, ni de comunidades, ni se pone el acento en materias primas ni
energía, y expresamente se dejan de lado las connotaciones económicas, para
asumir la denominación enteramente política de “Unión”. Para ello, el texto del
instrumento explicita la pretensión de los miembros de, primero, promover el
progreso técnico y social equilibrado y sostenible, especialmente mediante la
creación de un espacio sin fronteras interiores, y el fortalecimiento de una
unión económica y monetaria que implicaría, llegado el momento, la adopción de
una moneda única en todo el continente. Segundo, la afirmación de su identidad
en la comunidad internacional de naciones, en particular mediante la formulación
y aplicación de una política exterior y de seguridad común, (la “PESC”, cuya
responsabilidad ha recaído, en estos últimos años, en Javier Solana). Tercero:
esta formulación conjunta de un accionar internacional habría de incluir, en el
mediano plazo, la definición de una política de defensa común, que a su vez
conduciría a una defensa militar común.
O sea, a partir de Maastrich nos
encontramos con una doble dirección: hacia adentro, con la inclusión, en las
agendas del proceso de integración, de reformas en la protección de los
derechos e intereses de los nacionales de los estados miembros, tendientes a la
creación de una ciudadanía de la Unión; hacia fuera: con la construcción de una
presencia homogénea y sólida –o sea: “común”- en el concierto internacional.
Dadas las características de esta
conferencia, he dejado de lado expresamente la consideración de otros hitos que
han sido relevantes en este proceso, y de los que nos hemos ocupado, además, en
otros lugares.
Por ello no vamos a hacer mención a los discímiles resultados de los
plebiscitos sobre la ratificación de Maastrich en diferentes estados europeos
(incluyendo algunos negativos, como el de Dinamarca de 1992); a las diferentes
fases de la construcción de la “Unión Económica y Monetaria (UEM)”; a las
negociaciones para el establecimiento de la “zona euro” (que no incluye la
participación del Reino Unido, Suecia, y Dinamarca) que culminan con el Tratado
de Amsterdam de 1999; o al Tratado de Niza, de 2001, donde se fijan las
condiciones y ritmos para la ampliación de la Unión y la aceptación de nuevos
miembros. Tampoco hablaremos en esta oportunidad de algunos de los desafíos
pendientes del proceso, como la cuestión de la incorporación de Turquía, que
llevaría al proyecto de integración a los confines de Asia.
Nos baste lo reseñado para
mostrar dos características que cortan transversalmente la secuencia histórica
del proceso. Primera: a pesar de sus marchas y contramarchas, de sus avances
zigzagueantes, y de que es claro que la idea que los protagonistas han tenido
sobre lo que había de ser la UE no fue siempre coincidente, la integración fue
asumida como una “política de estado”, que avanzó a través de todas las
administraciones, de cualquier signo, que ocuparon el poder en los estados europeos.
Segunda: que el modelo original, que hoy se presenta como atractivo para la
valoración de las dirigencias de otras latitudes, fue atractivo, antes que
nada, para los propios miembros potenciales de la Unión; y así, la secuencia de
ampliaciones de este medio siglo, muestra una constante intención política de
inserción en el proceso de integración.
Por ello, aquella “Europa de los
seis” que nucleó originariamente a Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda,
y Luxemburgo, en 1951; incorpora a Dinamarga, Irlanda, y al Reino Unido en
1973; a Grecia en 1981; a España y Portugal en 1986; a la porción de la ex
República Democrática Alemana en 1990 –luego de la caída del Muro de Berlín y
la reunificación de Alemania-; a Austria, Finlandia, y Suecia, en 1995; y,
finalmente, a Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Chequia, Hungría,
Eslovaquia, Eslovenia, Malta, y Chipre, en 2004. Aquella “Europa de los seis”,
en medio siglo se ha constituído en la “Europa de los 25”, un actor
internacional considerable, con una población de 455 millones de habitantes,
una superficie de casi 4 millones de kilómetros cuadrados, y un PBI de unos
23.000 U$S anuales per cápita en
promedio, en una de las sociedades de capitalismo avanzado más horizontales del
mundo.
La
organización institucional vista desde el MERCOSUR
Este actor internacional que
acabamos de presentar, no ha descuidado, en su arquitectura institucional,
ninguna arista. Se ha dado cinco instituciones políticas en el marco del
principio del estado de derecho: un Parlamento, con representantes elegidos por
sufragio directo; un Consejo, integrado por los gobiernos; una Comisión, como
gérmen de un poder ejecutivo; un Tribunal de Justicia; y un Tribunal de
Cuentas. Y cinco organismos: el Comité Económico y Social; el Comité de las
Regiones (sobre el que se explayó en la sesión de la semana pasada Ismael
Crespo); el Defensor del Pueblo; el Banco de Inversiones; y el Banco Central
Europeo.
Decíamos al principio que la UE
podría ser una experiencia trasladable, o parangonable, con el MERCOSUR. ¿Ha
atendido la iniciativa de integración regional sudamericana al ritmo y a la
fisonomía institucional europea?
Veamos. La teoría económica ha
argumentado suficientemente
que los procesos de integración pretenden, en una primera instancia, aumentar
los flujos comerciales entre los socios participantes, de manera tal de
incrementar los intercambios comerciales entre esos países, aumentando las
ganancias de eficiencia derivadas del comercio internacional, principalmente de
las ventajas comparativas y de la diversidad en la dotación de recursos. Pero
si los bloques regionales justifican su nacimiento en las posibles ganancias
económicas derivadas del aumento en las relaciones de intercambio, las
motivaciones políticas de fondo emergen a poco de andar el proceso, ya que el
mismo supone una coordinación conjunta de ciertas políticas nacionales, según
los intereses que deseen compartirse, y el grado de integración que se
planifique como el horizonte del proceso.
Pero esta coordinación conjunta
de políticas nacionales supone, de algún modo, una sesión de soberanía, una
pérdida de soberanía (al menos, de soberanía económica) inmediata. Podríamos
proponer que las instituciones a conformar por el proceso de integración serán,
en cuanto a su fortaleza y rango jurídico, indirectamente proporcionales a los
grados de soberanía que estén dispuestos los socios a ceder.
Así, desde una mirada
latinoamericana, vemos que la conformación del MERCOSUR no ha seguido de cerca
los movimientos de formación de instituciones de su (supuesto) modelo. Y estas
diferencias arrancan desde el origen. La UE ha iniciado, desde el 1 de enero de
1999 la fase de Unión Económica y Monetaria (o sea, la penúltima fase en la
serie creciente del proceso de integración, luego de haber pasado por las Areas
Preferenciales, la Zona de Libre Comercio, la Unión Aduanera, y el Mercado
Común, y como momento previo a la última fase: la Unión Política),
mientras que el MERCOSUR es un híbrido imperfecto de Unión Aduanera y Mercado
Único (incluso, de vez en cuando, aparecen algunas voces proponiendo el
establecimiento de una moneda única) que no ha seguido la gradualidad
mencionada, donde cada paso define el camino a seguir una vez conseguidos los
objetivos parciales del paso anterior.
Si desmenuzamos las diferencias
de las arquitecturas institucionales entre ambos procesos, más allá de que
ambos se encuentran en distintas fases de integración, podríamos proponer que
estas discrepancias se notan en cuatro órdenes: 1) las diferencias en los orígenes;
2) la diversidad de objetivos entre ambos; 3) la base legislativa de sus
instituciones; y 4) la naturaleza de los organos.
Respecto de los orígenes, ya he
mostrado, en los párrafos anteriores, cómo el proceso europeo se fue
consolidando de una manera evolutiva, motorizado por una fuerte voluntad de
integración en las élites políticas. Eso dio una impronta de orden y
planificación al proceso, que siguió, de alguna manera, las etapas de
integración descritas, obteniendo los objetivos parciales del estadio
inmediatamente anterior. El MERCOSUR, por su parte, fue el resultado de un
proceso de acercamiento entre Argentina y Brasil, originariamente planteado
como un espacio común para las actividades productivas de sus empresas, que
tomó la forma del Programa de Integración
y Cooperación Económica – PICE de 1985, hasta el Tratado de Integración, Cooperación y Desarrollo, de 1989. Cuatro
años. Este último tratado establecía la creación de un mercado común en el
plazo de 10 años. Luego, con la incorporación de Uruguay y Paraguay, se firma
el Tratado de Asunción, en 1991, para
el establecimiento del MERCOSUR a partir del 31 de diciembre de 1994,
acortándose el plazo en 5 años. A pesar de estas velocidades aceleradas y
corregidas, en ningún caso se plantea que la envergadura de la cooperación
fuera más allá del mercado común.
Respecto de los objetivos de cada
proceso de integración, ya hemos mostrado, hace algunos momentos, como en
Europa, desde los Tratados de Roma en adelante, se sigue una “política de estado”
transversar en el tiempo y a todos los miembros, para la consecución de los
máximos niveles de unión entre ellos. En cuanto al MERCOSUR, el artículo 1 del
Tratado de Asunción es claro: Los Estados
Parte deciden constituir un Mercado Común… que implica: la libre circulación de
bienes, servicios, y factores productivos… el establecimiento de un arancel
externo común… y la coordinación de
políticas macroeconómica.”
En cuanto al tercer punto de
diferenciación entre ambos procesos, el origen legislativo de las
instituciones: en Europa se crean, en un primer momento, todas las
instituciones. Luego de las adapta, se las reforma, y se fusionan órganos con
funciones paralelas, pero desde los años ’50 están las instituciones que hoy
forman la UE (Consejo, Comisión, Parlamento, y Tribunal). La sesión de
soberanía que ello implicó por parte de los países miembros, dá cuenta del alto
grado de voluntad integracionista de las cúpulas dirigentes.
En el MERCOSUR, por su parte, las
instituciones se crearon por etapas. Una primera, en la que los órganos creados
en el Tratado de Asunción tienen carácter provisional, con vigencia hasta el 31
de diciembre de 1994: el Consejo del Mercado Común, y el Grupo del Mercado
Común. Luego, en diciembre de ese año 1991, se crea el Tribunal Arbitral.
Recién en Ouro Preto, en 1994, el Consejo y el Grupo del Mercado Común se
vuelven estables. Y se crean tres órganos, pero sólo uno con capacidad
decisoria: la Comisión de Comercio del Mercosur; los otros dos sólo tienen
carácter consultivo: la Comisión Parlamentaria Conjunta, y el Foro Consultivo
Económico y Social. El hecho de haber puesto los órganos de manera provisoria,
durante un período de transición de casi 4 años, parece indicar una confianza
limitada en el proceso de integración por los mismos protagonistas.
Por último, relativo al cuarto
punto que hemos marcado en esta perspectiva comparada institucional, respecto
de la naturaleza de los órganos, comprobamos que en el MERCOSUR tres de éstos
tienen capacidad decisoria: el Consejo, el Grupo, y la Comisión de Comercio;
todos los demás son solamente consultivos. Además, tanto los consultivos como
los decisores, son de naturaleza intergubernamental.
En la UE, todos los órganos
tienen capacidad decisoria, y sólo uno es intergubernamental: el Consejo
Europeo. Todos los demás son supranacionales (es decir, comunitarios, que
representan los intereses de la Unión Europea por encima de los intereses de
cada uno de los países miembros). Aunque esto sea más real en la letra que en
el fondo, expresa una voluntad política muy concreta, una apuesta muy firme en
la ruta de la integración.
En síntesis, podemos concluir que
el proceso de integración sudamericano del MERCOSUR, no sigue muy de cerca al
supuesto modelo en el se inspira, y que esta inspiración –al menos en las
hechuras institucionales- puede llegar a ser más retórica que sustantiva.
Haciendo una lectura más
política, convengamos que el proceso que ponen en marcha en 1985 los
presidentes Alfonsín y Sarney, primeros presidentes democráticos de la
Argentina y Brasil luego de una oscura noche de dictaduras militares en toda la
región latinoamericana, incluyendo estos países que entonces se sentaban a
poner las bases de una nueva manera de relacionarse, fue, en su momento, muy
promisorio y auspicioso. Baste recordar un solo elemento: el levantamiento de
los secretos atómicos y el intercambio de información en ese terreno. En estos
días, la prensa informa que los militares brasileños estuvieron a punto de
obtener el arma atómica, desoyendo inclusive las órdenes del poder político,
que había desactivado el plan. Esto da una idea de la índole de las relaciones
entre los vecinos (y de las hipótesis de conflicto), que el inicio de una nueva
era de relaciones bilaterales venía a quebrar.
En los momentos iniciales del
MERCOSUR, entonces, es factible percibir una fuerte voluntad política que, más
allá de la integración comercial, parecía proyectar otros horizontes más
sustantivos. Sin embargo, a pesar del brío inicial, el proceso de integración
pasa por una etapa de logros intermedios, y luego empieza a declinar en dos
terrenos que se muestran frágiles: las coincidencias políticas –ante cuya
debilitación las administraciones argentina y brasilera de los años ´90 quitan
alicientes a la marcha del proyecto-; y los propios acuerdos comerciales que
son la base de toda la estructura de relacionamiento, y que se encuentran
empantanados en un juego de lobby de
intereses particulares. Esta negociación ab
absurdum, que parece pretender un resultado de suma cero, creemos que
atenta directamente contra el espíritu de la integración.
Entonces, parece quedar claro
que, luego de un primer momento –político-, caracterizado por los
acuerdos alcanzados por las administraciones argentina y brasilera, y la
proyección que ellos permitían realizar a futuro, hay un cambio de rumbo, y el
MERCOSUR comienza a recostarse en su armado y filosofía (en un segundo momento
–económico-), en las grandes líneas trazadas en el “Acta de Buenos
Aires”, de 1990. De aquí vienen los objetivos centrados en los intercambios
comerciales, que implicaron, asimismo, una metodología más lineal y automática,
por encima de flexibilidad y el gradualismo planteado originariamente.
Metodología que constituye, a nuestro criterio, una de las principales razones
del actual “empantanamiento” de las negociaciones.
No es realista –ni es la
intención de estas palabras- alimentar la aspiración de igualar la construcción
europea en términos de integración, ni trasplantar linealmente el modelo
europeo a la realidad latinoamericana. Pero sí creemos que aquel conjunto
de ideas, metodologías, y realizaciones, tiene elementos para ser aprehendidos,
adaptados, y aplicados en nuestras latitudes.
De entre estos elementos,
volvemos a remarcar una vez más el consenso intergeneracional de que la unión
debe convertirse en una “política de estado” a nivel regional.
Dicho de otra manera, el “mercosur
económico” sólo será posible como el fruto progresivo y gradual de un “mercosur
político”, donde la voluntad de las dirigencias logre sobreponerse a una
mirada de corto plazo y, de esa manera, con un proyecto asumido como compromiso
trans-generacional, impulsar la superación de las deficiencias económicas y las
asimetrías estructurales. En definitiva, donde el sueño del conjunto consiga
sortear las trampas de los intereses sectoriales y particulares.
Hace exactamente 20 años, los
protagonistas del poder de los dos países más importantes del cono sur parecían
haber encontrado esa voluntad política, y dieron inicio a un proceso que hoy se
encuentra en un aparente callejón sin salida. Es posible que una mirada atenta
a las maneras en que el proceso europeo desenredó los nudos de sus crisis, nos
den alguna pauta sobre las posibilidades de atrapar la punta de esta madeja
enredada en que parecemos estar hoy atrapados.